Lorena no había terminado de acuchillar a su amante, estaba en ese mismo instante limpiando el cuchillo de sangre con su falda plisada de color beige, mientras él se retorcía en cuclillas junto al aparador de madera, con una mano tapando una enorme herida del costado y la otra en el suelo, en el centro de un enorme charco rojo bermejo, pensaba si realmente el tajo se lo merecía ella y no él y mientras observaba como la respiración se le iba dificultando deseó con toda su alma no haberle invitado nunca a pasar, no haberle sonreído. Daba igual, Lorena no aprendía nunca y en este caso como en los ocho anteriores el final se escribió al comienzo de la primera palabra de la primera línea. Lo demás fue relleno, relleno innecesario, gris, como en todas y cada una de las veces anteriores. Ahora quedaba lo peor: envolver el cadáver, cavar un hoyo profundo, enterrarle y limpiar las baldosas junto al aparador, arrodillada y utilizando productos que la disgustaban. En las semanas siguientes la tortura era el olor a sangre, en la ropa, en las manos, la sensación de que algo se había quedado entre las uñas, el ambiente sutilmente metálico al entrar en el saloncito y por eso la necesidad de encender palitos de incienso con aroma de sándalo. No se acostumbraba a pesar de todo y aunque se conjuraba a sí misma para no volver a caer en la tentación, apenas transcurrían seis, ocho meses a lo sumo, ya estaba en la bolera, acodada en la barra, con su refresco de lima y mirando los que jugaban de manera que no se dieran cuenta.
La víctima era ella, su incapacidad para decir que no.
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